Aquel verano
La hipótesis de lo que
pudo haber sido queda en el poso imaginario, pariendo estrofas
conmovedoras en perfecto hilo argumental, sustancia que retrae la
verdad convertida en leyenda, cuento, historieta. No importa
demasiado como se le llame. Pero desprende, eso es lo que impone en
sus primeras albas, impregnando comprensión cuando pasó el toro,
cuando no queda oportunidad de maniobra a merced de las divagaciones
que pueden lindar en vastos perfectos o sucumbir en culpas aflicción.
Nada de esto importa
demasiado cuando a solas brota recuerdo alejado de las fantasías que
adornan derrotas, victorias o meros segundos puntuales capaces de
aletargar en el subconsciente para invadir el consciente súbito, con
taza humeante de café hirviendo en mano. Y sé muy bien de lo que
hablo, lo que pretendo expresar a la nada que no calla entre las
cuatro paredes del retiro que me retira. Sin negar la delicia de
recordar las caricias conquista sobre la porosidad perfecta de la
dama que se convirtió en diosa en mis años fértiles, en mi
presente occiso, agrio, gris...
Es verdad que no puedo
percibir su aroma, escuchar su canto que amarteló al que persiste
embrujado y anegado por arrugas taras, por experiencia pasada,
caduca, a la espera del último epílogo existencia. Restando el
recuerdo del primer beso en aquella noche primeriza, sentados sobre
la granulada mediterránea de la playa vacaciones y admirando el
reflejo de la generala luna; un perfecto pretexto para descubrir los
secretos desde la inocencia que nos regentaba tras salir de la niñez
y despertar en la adolescencia, en la vida, entre ansia, en lo bello
que te adentra cegado y te acaba condenando cuando tarde es pues
tarde lo comprendiste. Mi noche hasta el alba con ella, tu madre.
La atmósfera festiva que
se respiraba en las angostas calles invitaba a cualquier cosa menos
al romanticismo, por aquel entonces apenas superaba los catorce años
y andaba siempre bajo la mirada sargento de tu abuela. Nos sentamos
en la terraza donde solíamos cenar aquellos vistosos platos de
marisco. Recuerdo la brisa marina y la multitud paseando por el
marítimo entre amenas charlas y risas. Estaba convencido que aquello
era lo más parecido al cielo aun sin querubines controlando
moralidades.
Papá me dio calderilla
tras pagar la cuenta, algo que redundó noche tras noche desde que
llegamos, ante mi tesón por el juego de marcianos situado en los
adentros del local, junto a la expendedora de tabaco. Ellos, bueno,
tus abuelos disfrutaban del amargo café servido en taza porcelana
sin que éste pudiera acibarar su complicidad, pasaban horas
charlando en la terraza amor hasta que regresaba de mis partidas
estelares. La imagen de mis padres surcando los anhelos mientras
entrelazaban manos, acunados por lo espléndido cual marco
incomparable, quedó grabado en mi mente como respuesta y ejemplo de
lo que es querer, pues siempre busqué alcanzar el mismo zenit que
ellos disfrutaron desde que soy capaz de recordar, mi primera imagen,
mi primera sensación, mi gran objetivo.
Entré en las panzas del
bullicioso local encarando la máquina dispuesto a zanjar mis asuntos
con las hordas invasoras, cientos de naves extraterrestres que
defendían la nodriza, mi objetivo desde que comenzaron nuestras
vacaciones.
Primero desentumecí mis
manos para acometer moneda que descendió tras colarse por la ranura
hasta sonar a hucha llena; y seriado, concentrado, conjurado para
derrotar de una vez por todas al imposible del ejército enemigo
provisto de cadencia de tiro exagerada, misiles, ráfagas
destructivas y estrategia baile perfecto de sus letales cazas...
―¿Te
queda mucho?
―Todo
un ejército bien pertrechado.―Respondí
sin mirar, en plena contienda bélica.―Pero
tranquila, cuando acabe tendrás al rival casi noqueado, no pienso
dejar ninguno.
―Espero
que sólo sea reacción frente al juego, te veo algo ansioso.
―Tranquila,
no soy de grescas. Más bien rehuyo de ellas al considerar que es una
pérdida de tiempo. No sirven de nada.
―¿No
luchas por lo que quieres?
―Trabajo
por lo que quiero, es lo que me enseñaron mis padres. Siempre lejos
de la violencia. Solucionar con puños lo que no se sabe con palabras
es evidenciar inmadurez y carecer de empatía. En realidad no sé que
carajo significa, aunque mamá no deja de repetirme que ya lo
entenderé, que es cosa de tiempo. Y llevo años esperando ese tiempo
para entenderlo. Así que sólo sé soltar la frase y esperar que no
descubran mi latente ignorancia. A propósito, tampoco sé qué
significa latente, así que mejor no preguntes.
―Eres
un muchacho distinto, ni siquiera has dejado la partida para
hablarme. Y esa forma tuya, no sé...
Sabes,
los marcianos me liquidaron en el nivel veinte, donde siempre
claudicaba. Hay cosas que nunca cambian y mi relación con los vídeo
juegos es una de ellas. Aunque si no fuera por mi obstinación
delirante de ganar al tedioso juego, jamás hubiera conocido a tu
madre. Esa dulzura que apaciguaba tormentas desterrando tormentos con
palabras repletas de sentido tanto como sentidas. Ella siempre fue la
piedra angular de nuestras vidas, el oxígeno entre tanto gas
perjudicial, sueño eternizado despierto mientras estuvo entre
nosotros. Representa mis fuerzas y debilidades desde aquel instante
inocente hasta el que ahora me acompaña en mi eterno recordar y
esfuerzo porque tú no olvides. Mamá sigue estando con nosotros,
hijo. Canta la vieja canción de nana y te acuna desde la distancia
cercana del recuerdo que prolonga su existencia hasta que dejemos de
recordarla, hasta que ni siquiera nos recordemos.
―Papá,
¿volveré a tener una mamá?
Ya
tienes una mamá, hijo. Puede que para verla tengas que recurrir a
tus recuerdos y para escucharla, nos veamos obligados a hablar de
ella. Rememorar sus perfecciones que andaban en lindes imperfectos
hasta comprender que esas imperfecciones no fueron taras, nada de
eso. Mamá siempre será mamá y debes estar orgulloso por lo que fue
ya que eso te convierte en lo que eres, un niño increíble que
resiste día a día esgrimiendo sonrisa pese a la dureza que nos
sirve el destino. Seguirás tu camino, hijo mío, alcanzarás el
destino que mereces, sin duda.
―Señor,
tenemos que llevar al chico al preoperatorio.
Está
bien, gracias.
―Papá.
Si cuando me duerman no soy capaz de despertar...
No
digas eso hijo, despertarás y volverás a jugar con el balón, ese
nuevo de nombre impronunciable que te compré la semana pasada.
No
volví a escuchar su voz al igual que pasara con ella, quedando a la
deriva sin alcanzar el puerto finiquito cual único bálsamo
eficiente frente a mi evidente averno en vida. Paso las horas sentado
en la nada, estéril, inerte, con la taza porcelana humeante y el
otro humo más dañino recorriendo mis adentros para escapar al
cargado y decrépito ambiente. Mi hijo marchó con mi amada, mi hijo
murió en pleno invierno gélido que se instauró perpetuo con
pretensión de quedarse para siempre, haciéndome la misma y
redundante pregunta entre soledades, entre asfixia, aflicción...
¿Por
qué no viniste antes?
―¡No
responde!
―¡Sigamos
con la reanimación, sigamos, hay que continuar!
Aquella
primera noche con ella, sentados en la granulada mediterránea, admirando el reflejo de la generala luna; un perfecto pretexto para
reunirme con los míos, jugar con mi hijo, hablar, compartir, abrazar
hasta la eternidad eternizada... Volver a la felicidad perdida que se
encuentra hundida entre brumas algodón dulce, cánticos de ella y
risas del pequeño. Por fin los encuentro, por fin me encuentran. Por
fin acudes a mi rescate, te acuerdas de la que nunca olvido, Parca.
―Te
están esperando donde siempre, en la arena.―Susurró la muerte.
―No
hay nada que hacer, una lástima.―Sentenció el médico.
®
Dadelhos Pérez 2016
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