LA CABAÑA por Dadelhos Pérez
(capítulo 1)
Las colinas ondeaban por
el raso verde hasta que el terreno se precipita en acantilado roca
acariciando la cristalina del zarco lago, casa de peces. Y a la otra
orilla, arboleda majestuosa y tupida que resguardaba la única cabaña
de la zona, aquella vieja de madera y clavo, sin cimientos, cuatro
vigas postizas paría la tierra en vertical de donde surgían
traveseras que aguantaban la madre, punto de partida de los aleros
del tejado. Sólo dos ventanas y una chimenea labrada en roca, la
misma del acantilado amante del agua por donde se precipitara el
autobús escolar en el fatídico verano que se tornó invierno mudo,
sin parla, sin gemido de los tantos que acudieron al sepelio
multitudinario...
Yo estuve, me aposté en
la fachada del bar diminuto que permanecía cerrado avisando a sus
asiduos con un parco cartel escrito a mano donde sólo leí,
descansen en paz. Vi a las madres rotas en cortejo negro y desgarrado
grito alternado, los padres perdidos en su coleto agarrando a sus
afligidas amadas que envejecieron cien años en cinco segundos. Tenía
que ser consciente del precio pagado por la libertad plena de todos,
una de mis tantas locuras inductoras a otras que llegaron luego; en
ese luego que se torna después y acaba muriendo en el regazo del
puede o quizás.
Abandonar la carretera
asfaltada condescendiente en esa falsa seguridad para adentrarme en
la senda bacheada que sí advertía del peligro a cada metro
avanzado, tanto es así, que reduje la velocidad del viejo cuatro
ruedas bajando la ventanilla para abrazar la falacia de creer no
estar enlatado en la lata mecanizada.... Cómo si ante accidente
pudiera saltar por la estrecha abertura tras quitarme el cinto
seguro, el cinto seguro.... Y llegué a mi destino:
—Bienvenido,
me alegro de que llegaras sin problemas; la gente suele perderse,
acaban en la gasolinera del viejo desdentado, ese jodido tacaño de
palmo y medio que discutió con el jabón cuando era un zagal.
¡Dios!, huele que apesta. Y encima, a los que llegan preguntando les
obliga a comprar cualquier cosa en su tienda. Da asco verla, las
moscas reinan los etéreos, los ratones campan por los suelos, los
estantes albergan latas de sardinas de cuando Jesús multiplicó los
panes y los peces; el abuelo tiró los panes porque parecían piedras
con ronchas verdosas de moho.
—No
seas gilipollas, Alfredo; yo nací aquí; ¿cómo carajo quieres que
me pierda?
—Perdona,
Blanco; es la emoción de vender por fin la choza de mi padre, no es
que esté tirando por suelo tu compra, compañero; pero necesito
liquidez de inmediato y eso era hace un par de años. Tengo muchas
deudas, pagaré y me iré para siempre de este agujero.
Es
extraño, los aldeanos desean escapar del paraíso; estos verdes
imperantes que se tornan ocres majestuosos en otoño y blancos
fulgurosos en el cruento invierno. Mientras los de ciudad, esos
estirados que cuando llegan suelen hablar cual poseedores de la
verdad verdadera, insisten en quedarse, lo anhelan durante todo el
año. Siempre pensé que este tipo de gente no huye de sus lugares
maternos, de sus casas clanes, de sus amistades o del café hirviendo
en la barra de siempre y con los de siempre; huyen de sí mismos como
si eso fuera posible, estuviera al alcance de cualquier ser vivo.
Conozco la manera de escapar de uno mismo y no es precisamente
haciendo las maletas y marchando al otro extremo del mundo, porque
cuando aterriza el avión y pisas la lejanía ensoñada vuelta
cercanía desconocida, sonríes, te animas gracias a la curiosidad
niña de indagar lo ignoto hasta que una mañana al afeitarte,
descubres que el pesado sigue en el mismo sitio, enfrente, al lado,
adentro y afuera. Con ese gesto toca pelotas que enerva conduciendo
al cuarto oscuro de la ofuscación donde comienza de nuevo el ciclo,
echar la culpa a los demás primero, maldecir porque la suerte no te
acompaña después... Y la desbandada sin pensar demasiado para
acabar seguidamente frente al espejo transcurridos varios meses,
descubriendo de nuevo al cabrón que te encabrona consumiendo tu vida
en banalidades, las mismas que te llevaron a cruzar el globo
terráqueo de extremo a extremo para acabar donde empezaste, cara a
cara o cara a reflejo.
Lo
mismo le ocurrió a Juan, el indomable que olisqueaba cualquier
fragancia que lo domase de una puta vez, recorriendo todos y cada uno
de los caminos desconocidos y adentrándose en esos otros, la
oscuridad se casó con la soledad y le dieron unos años buenos
viviendo en eterna introspección, hasta que se enamoró perdidamente
de la de ojos pegados y piel acero, reluciente y centenaria; la
belleza que dormía desde siempre colgada sobre la chimenea de casa
donde pasó desapercibida hasta que las ansias no encontraron
brebajes que las calmaran. Y decidió huir para siempre del come
mierda del espejo. Juan sí supo esquivar al gilipollas, ese que
todos llevamos dentro y despierta esporádico ante cualquier tontuna
para convertirla en el jodido infierno; sin llamas ni azufres, sin
torturas quebrantahuesos, sin buenos ni malos... Porque el puto
infierno en vida es el resultado exacto de la nada multiplicada por
la eternidad y al cubo, dividida entre tantos ceros como a uno le
apetezca en su come cocos vacío, inservible, ermitaño y mísero.
Aflicción.
—Aquí
tienes las llaves, las escrituras y la concesión de poderes plenos
sobre la propiedad. No sabes cuanto te agradezco que sufragues el
papeleo, más monto, más posibilidades tendré en la gran ciudad.
—La
gran ciudad no está hecha para ti, socio. Pero morirás, así que
eres dueño y señor de tus errores tanto como de tus muchos menos
aciertos.
—Te
permito la verborrea a cambio de esa suculenta bolsa de papel, seguro
que llevas ahí mi dinero, te conozco bien.
—Toma,
la llave de tu libertad o la moneda para el barquero; ya me enteraré
si no me visita la penumbra antes que a ti.
El
dinero es el nuevo Dios que imparte doctrina como hilo fino y
pegajoso de araña cabreada que espera que quien vuela se joda
envuelto en la trampa mortal. La pasta causa la misma dolencia aun
sin arañas en el papel de malas, de ser así, resultaría menos
complicado.
Escuchar
el motor alejarse a mis espaldas mientras observaba detenido la
podrida madera de mi nueva adquisición, despertó ansiedad, ese mal
sufrido desde la infancia que acrecentó en mis últimos años. Las
letras muescas de las tablas olvidadas en el paraíso, porque en el
paraíso también se muere, como los niños despeñados por culpa del
borracho conductor que decidió quitarse del medio harto del
gilipollas, ya sabéis, ese del espejo. Y el hijo de puta no pensó,
no empatizó, ni siquiera respiró o escuchó los cánticos
infantiles de los escolares, las advertencias continuas de la
profesora pidiéndole que levantase el pie del acelerador.... Todo lo
contrario, todo lo nefasto, quebrando sagrados inocentes convertidos
en recuerdos dolorosos, sin culpas, como el infierno en vida; no hay
buenos ni malos.
Adecenté
cuanto pude, las tripas de la choza andaban cubiertas con dedo y
medio, me llevó tiempo que silenció rotundo esa voz del coco. La
labor es más eficaz que cualquier medicina encapsulada y de colores
estúpidos; amarillo chillón para el estrés... Para matar al genio
unas quinientas veces, ¿a quién se le ocurre poner el estridente
alegre del astro vida a una pastilla? Cuando la vas a tomar y
descubres el color se incrementa exponencial el estrés de los
huevos, tanto, que incluso la mandíbula en arrebato rabia trocea el
medicamento mientras la mano que sostiene el vaso de agua entra en
cólera, y la entiendo. A todo esto, no nombraré el cabreo
monumental de las piernas que fueron hasta la cocina, que también
traen lo suyo... Puede que suene estrafalario e incluso insufle ideas
que me sitúan en el lado de los idos, pero yo regresé para ajustar
cuentas, aunque confieso que para regresar primero hay que marcharse
o irse, agárrenlo como mejor les venga, me da lo mismo.
—¿Por
qué has vuelto?
—Creo
que esa parte la dejé bien clara; uno puede volar a Marte y a la
mañana siguiente darse cuenta que sigue siendo uno. He vuelto para
acabar lo que empecé hace casi una década. Estoy harto y me hago
viejo... El azúcar y la sal son insípidos en mi paladar por el
continuo tormento del recuerdo que se ha convertido en el rey de las
sensaciones, sabores; anulando presentes y desterrando por siempre
futuros... Tengo estúpida esperanza... Pero antes de comenzar
nuestro viejo asunto me afeitaré por si pierdo; así podré
despedirme del gilipollas, el come mierda, el exagerado que no me
deja en paz. Creo que es lo correcto.
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