jueves, 4 de febrero de 2016

EL FALSO MAQUI (capítulo 1) la aldea perdida



La aldea perdida


Una historia siempre amanece y muere, es la consigna que la vida otorga sin demasiados razonamientos, ya que somos carne finita en el vasto infinito que nos envuelve; quizás por eso tendemos a la leyenda desde los intereses presentes, aferrados a nuestro patético vagar entre las tormentas de afuera y los tormentos coleccionados a lo largo del corto camino. Haciendo héroes a quienes jamás lo fueron, eminencias a interesados egoístas que urdieron marañas de medias verdades con el mismo propósito.

Pero dentro de toda esa bajeza subyace la verdad de quienes fueron, con defectos que quiebran la imagen inventada por los usurpadores de la verdad. Y tantos casos encontrarás en la historia como historias mermaron a la nada, quedando olvidadas cuando el último que las conoció abrazó a la parca.
En cuando a las hazañas que supuestamente los glorificaron, son como inacabados textos, resumen escueto de un segundo arrancado a una década. Como puedes imaginar más mentira que verdad; argucias presentes que siguen golpeando el pasado reescribiéndolo una y otra vez, cambiando comas, puntos, nombres, situaciones. Todo en pro de conquistar el futuro cual chufla majadera que contiene a los esclavizados inconscientes, ajenos a sus verdades que se resumen en falacia.
El hombre del que hablo, el diablo enloquecido que vivió apartado de la hecatombe que asoló el país, no fue más que un aldeano loco, ufano, distante de las cegueras sociales que esposan sin metal, no hace falta, orquestaron la estructura de sus dominios desde los primeros albores del ser humano, de nuestra frenada civilización. Esa que encuentra invisible muro edificado por los de arriba, los que detestan el progreso al ser amenaza frente a sus cómodas vidas. Hasta que dentro de su ensoñación aparece alguien diferente, sin mochila carga ideales que amansan para enervar en el momento justo, cuando les viene bien, prendiendo la mecha los cuatro oradores de turno.
Es cuando las palabras nacidas del veneno inoculado por la sociedad desde niños no funcionan, y no lo hacen porque enfrente está quién no las padeció, quien no las comprende por lo absurdas y vanas; quien no las respeta aunque no muestre rencor, belicismo. Y aquel flaco era precisamente eso; un desheredado de nuestro mundo que heredó el vasto de la natura donde vivía, allá en las cumbres de las serradas, aunque eso fue después.
La aldea perdida” no tenía más que ganado y desolación, las ovejas arrasaban los pocos llanos hasta las laderas devorando el escaso verde; tierras inhóspitas que mostraban rocas y terreno arenoso, baldío, donde cualquier siembra estaba destinada al fracaso como comprobaron los primeros moradores. Mi abuelo se lo contó a mi padre, y éste, soportando su dependencia al vino entre claros vagos y oscuros emperadores, me lo balbuceó a mí.
Llegaron desde la costa mediterránea encima de carros tirados por asnos cruzando las riberas, esas hermosas tierras llenas de vida, para asentarse entre las montañas confiando en el riachuelo que las cruzaba serpenteando exagerado hasta morir en el pequeño lago, “la charca”, así la llamábamos cuando todavía existía. Años de sequía secaron las pretensiones de agricultores reconvertidos en ganaderos, pastores. Porque en las yermas no hay planes, nunca los hubieron, simplemente aguantaban los caprichos de la madre naturaleza como podían. Ahora, nadie soporta los desvanes y podredumbres de aquellas tierras deshabitadas; los tiempos cambian y las gentes mueren naciendo otras, con distintos ideales que corren entre páramos vigorosos el mismo camino ancestral. Está claro. No podemos escapar del maleficio del hombre, esa caída libre y desesperada a las entrañas infernales al repetirse la historia una y otra vez.
La entrada, camino pedregoso y casi intransitable, moría a las puertas de la ermita religiosa que pronto dirigió el señor cura, don Rafael, el primer foráneo que visitaba en décadas las cuatro casas construidas con piedra del terreno y mortero. Habló de esas cosas que pasan en el mundo, lejos de la burbuja del micro-universo fatigador del día gemelo al siguiente fotocopia, donde un nacimiento clamaba al festejo como si fuera navidad, la buena esperanza de un nuevo miembro arrojado a las entrañas de la dureza de aquellas tierras, mis tierras, mi casa.
No tardó en intentar imponer la voluntad de ese Dios que se negó durante generaciones hablar con los olvidados, el mismo que dejó libre la brutal sequía, la peste extraña que mató a la mitad del ganado. Como comprenderá, nadie le dio pie al sacerdote que insistía e insistía, impaciente por pasar el cepillo de Lunes a Domingo, presionando al profesor que enseñaba a leer y escribir a cambio de techo y tres comidas, lo que había, no le quedaba otro remedio. Pero aquel desgarbado que tras aleccionar a los pocos hundía sus ojos en sus viejos libros, andaba lejos de ideales idealizados, se mostró tal cual, sin ambición dominio ni rendición a éste, uno más de la comunidad.
Y llagaron los primeros guardias de asalto proclamando la segunda república española. Menuda memez, ni siquiera sabían como se llamaba el rey depuesto, rendido, o marchado harto de tanto vandalismo en las cumbres; quedaba lejos de la comprensión de aquellas buenas gentes, simples trabajadores en su universo adverso y cruel, como ya dije. No les importaba nada de la cháchara haraganería de los señoritos de ciudad, incluso miraban con mal ojo al avaro cura, el “tripa globo”, “papada exagerada”, “mala idea”, “el falsías”. Tenía tantos apodos como ansias mostró desde el primer segundo, siempre bajo el paraguas de ese Dios que nunca enseñaba tez, nunca se mostraba y nunca se mostró...
Buscamos al edil del pueblo.
Sigan el camino hasta la plazoleta, don Salvador suele sentarse tras el almuerzo a las puertas de su casa, lo verán de inmediato.
Gracias, buen hombre.
La primera vez que los habitantes vieron aquellas extrañas bicicletas con motor armadas con sidecar milicia, ya que una metralleta permanecía adosada en el asiento acompañante. Hasta la fecha el único vehículo motorizado que se vio en la zona, era el viejo utilitario de don Salvador; aquel trasto que rugía resfriado expulsando ingente humo negruzco que manchaban los adoquines, de hecho, todo el suelo a las puertas de su casa andaba ennegrecido, los niños lo utilizaban cual pizarra dibujando sus niñeadas con las tizas recogidas en la ladera. Un entretenimiento nunca censurado por el buen hombre, todo lo contrario. Los Sábados ojeaba las obras de los infantes calificándolas, y aquella que no le gustaba la mandaba volver hacer hasta que le tocaba viajar a la gran ciudad, entraba en el techado y arrancaba la chatarra que escupía el humo mezclado con combustible, aceite; sinceramente, no sabría decirle que carajo devolvía aquel carro obsoleto. Pero cubría de nuevo el adoquinado y vuelta a empezar.
Puedes imaginar la cara del bonachón cuando vio a los dos uniformados entrando con la motorizada. Sentado en la vieja mecedora que perteneció a su padre, con palillo entre los dientes y en compañía del párroco, alzó mirada avizorando aquellos mandados por orden de los que ni sabían de nuestra existencia. Don Salvador, venía recitando el cataclismo nacional desde hacía años, señalando a los de arriba cual carroñeros dispuestos a seccionar gaznates. Aquel momento lo esperaba, no le sorprendió, todo lo contrario.
El cura, orondo desgraciado, si mostró desconcierto ante el cambio de régimen y no por las consecuencias que podrían caer en los cansados lomos del pueblo; el vago mercenario de ideario ideado para rendir capitales, únicamente se preocupaba por su bienestar.
La ermita y los terrenos traseros los escrituró a nombre de la iglesia, así como la casona adyacente, sin comunicárselo a don Salvador... Cómo dije, más que un hombre de Dios era un vulgar ladrón de guante blanco, y su preocupación tenía mimbres, temía caer frente a la nueva justicia. Esas que libertarias aparecen y terminan convirtiéndose en villanas y viles, sin lugar a dudas.
¿Es usted el representante de la aldea?En tono casi inquisidor.
Lo soy, muchacho; deje que le presente a nuestro párroco, don Rafael; llegó hace relativamente poco. Lo que tiene vivir en la cruenta adversidad, cuando se atisba un rayo de bonanza, aparecen los oradores religiosos y esos otros. Pero siéntense, estarán agotados del largo viaje, les pondré un refresco casero, limonada; los limones son recién cogidos del árbol. Pequeños lujos que nos proporciona esta humilde tierra.
Es usted muy amable, señor.

Así, con una limonada y sentados a la sombra del porche de la casa de don Salvador, comenzó el declive. Hasta entonces, pese a la dureza, la comunidad permaneció en un dulce limbo, los vecinos se ayudaban unos a otros y los idearios se reducían a mera subsistencia como el cuidado del ganado. Los recién llegados no trajeron paz y cordialidad, nada de eso. Y la situación mermó en locura alienada que no tardó demasiado en sembrar el adoquinado de la plazoleta de sangre. La tragedia se mascaba desembocando en el infierno sin llamas ni azufre, con balas, odios y rencillas inoculadas por los foráneos, los enviados por satanás para los creyentes; y simples espabilados armados para el resto.