La
aldea perdida
Una historia siempre
amanece y muere, es la consigna que la vida otorga sin demasiados
razonamientos, ya que somos carne finita en el vasto infinito que nos
envuelve; quizás por eso tendemos a la leyenda desde los intereses
presentes, aferrados a nuestro patético vagar entre las tormentas de
afuera y los tormentos coleccionados a lo largo del corto camino.
Haciendo héroes a quienes jamás lo fueron, eminencias a interesados
egoístas que urdieron marañas de medias verdades con el mismo
propósito.
Pero dentro de toda esa
bajeza subyace la verdad de quienes fueron, con defectos que quiebran
la imagen inventada por los usurpadores de la verdad. Y tantos casos
encontrarás en la historia como historias mermaron a la nada,
quedando olvidadas cuando el último que las conoció abrazó a la
parca.
En cuando a las hazañas
que supuestamente los glorificaron, son como inacabados textos,
resumen escueto de un segundo arrancado a una década. Como puedes
imaginar más mentira que verdad; argucias presentes que siguen
golpeando el pasado reescribiéndolo una y otra vez, cambiando comas,
puntos, nombres, situaciones. Todo en pro de conquistar el futuro
cual chufla majadera que contiene a los esclavizados inconscientes,
ajenos a sus verdades que se resumen en falacia.
El hombre del que hablo, el
diablo enloquecido que vivió apartado de la hecatombe que asoló el
país, no fue más que un aldeano loco, ufano, distante de las
cegueras sociales que esposan sin metal, no hace falta, orquestaron
la estructura de sus dominios desde los primeros albores del ser
humano, de nuestra frenada civilización. Esa que encuentra invisible
muro edificado por los de arriba, los que detestan el progreso al ser
amenaza frente a sus cómodas vidas. Hasta que dentro de su
ensoñación aparece alguien diferente, sin mochila carga ideales que
amansan para enervar en el momento justo, cuando les viene bien,
prendiendo la mecha los cuatro oradores de turno.
Es cuando las palabras
nacidas del veneno inoculado por la sociedad desde niños no
funcionan, y no lo hacen porque enfrente está quién no las padeció,
quien no las comprende por lo absurdas y vanas; quien no las respeta
aunque no muestre rencor, belicismo. Y aquel flaco era precisamente
eso; un desheredado de nuestro mundo que heredó el vasto de la
natura donde vivía, allá en las cumbres de las serradas, aunque eso
fue después.
“La aldea perdida”
no tenía más que ganado y desolación, las ovejas arrasaban los
pocos llanos hasta las laderas devorando el escaso verde; tierras
inhóspitas que mostraban rocas y terreno arenoso, baldío, donde
cualquier siembra estaba destinada al fracaso como comprobaron los
primeros moradores. Mi abuelo se lo contó a mi padre, y éste,
soportando su dependencia al vino entre claros vagos y oscuros
emperadores, me lo balbuceó a mí.
Llegaron desde la costa
mediterránea encima de carros tirados por asnos cruzando las
riberas, esas hermosas tierras llenas de vida, para asentarse entre
las montañas confiando en el riachuelo que las cruzaba serpenteando
exagerado hasta morir en el pequeño lago, “la charca”,
así la llamábamos cuando todavía existía. Años de sequía
secaron las pretensiones de agricultores reconvertidos en ganaderos,
pastores. Porque en las yermas no hay planes, nunca los hubieron,
simplemente aguantaban los caprichos de la madre naturaleza como
podían. Ahora, nadie soporta los desvanes y podredumbres de aquellas
tierras deshabitadas; los tiempos cambian y las gentes mueren
naciendo otras, con distintos ideales que corren entre páramos
vigorosos el mismo camino ancestral. Está claro. No podemos escapar
del maleficio del hombre, esa caída libre y desesperada a las
entrañas infernales al repetirse la historia una y otra vez.
La entrada, camino
pedregoso y casi intransitable, moría a las puertas de la ermita
religiosa que pronto dirigió el señor cura, don Rafael, el primer
foráneo que visitaba en décadas las cuatro casas construidas con
piedra del terreno y mortero. Habló de esas cosas que pasan en el
mundo, lejos de la burbuja del micro-universo fatigador del día
gemelo al siguiente fotocopia, donde un nacimiento clamaba al festejo
como si fuera navidad, la buena esperanza de un nuevo miembro
arrojado a las entrañas de la dureza de aquellas tierras, mis
tierras, mi casa.
No tardó en intentar
imponer la voluntad de ese Dios que se negó durante generaciones
hablar con los olvidados, el mismo que dejó libre la brutal sequía,
la peste extraña que mató a la mitad del ganado. Como comprenderá,
nadie le dio pie al sacerdote que insistía e insistía, impaciente
por pasar el cepillo de Lunes a Domingo, presionando al profesor que
enseñaba a leer y escribir a cambio de techo y tres comidas, lo que
había, no le quedaba otro remedio. Pero aquel desgarbado que tras
aleccionar a los pocos hundía sus ojos en sus viejos libros, andaba
lejos de ideales idealizados, se mostró tal cual, sin ambición
dominio ni rendición a éste, uno más de la comunidad.
Y llagaron los primeros
guardias de asalto proclamando la segunda república española.
Menuda memez, ni siquiera sabían como se llamaba el rey depuesto,
rendido, o marchado harto de tanto vandalismo en las cumbres; quedaba
lejos de la comprensión de aquellas buenas gentes, simples
trabajadores en su universo adverso y cruel, como ya dije. No les
importaba nada de la cháchara haraganería de los señoritos de
ciudad, incluso miraban con mal ojo al avaro cura, el “tripa
globo”, “papada exagerada”, “mala idea”,
“el falsías”. Tenía tantos apodos como ansias mostró
desde el primer segundo, siempre bajo el paraguas de ese Dios que
nunca enseñaba tez, nunca se mostraba y nunca se mostró...
—Buscamos al edil del
pueblo.
—Sigan el camino hasta la
plazoleta, don Salvador suele sentarse tras el almuerzo a las
puertas de su casa, lo verán de inmediato.
—Gracias, buen hombre.
La primera vez que los
habitantes vieron aquellas extrañas bicicletas con motor armadas con
sidecar milicia, ya que una metralleta permanecía adosada en el
asiento acompañante. Hasta la fecha el único vehículo motorizado
que se vio en la zona, era el viejo utilitario de don Salvador; aquel
trasto que rugía resfriado expulsando ingente humo negruzco que
manchaban los adoquines, de hecho, todo el suelo a las puertas de su
casa andaba ennegrecido, los niños lo utilizaban cual pizarra
dibujando sus niñeadas con las tizas recogidas en la ladera. Un
entretenimiento nunca censurado por el buen hombre, todo lo
contrario. Los Sábados ojeaba las obras de los infantes
calificándolas, y aquella que no le gustaba la mandaba volver hacer
hasta que le tocaba viajar a la gran ciudad, entraba en el techado y
arrancaba la chatarra que escupía el humo mezclado con combustible,
aceite; sinceramente, no sabría decirle que carajo devolvía aquel
carro obsoleto. Pero cubría de nuevo el adoquinado y vuelta a
empezar.
Puedes imaginar la cara del
bonachón cuando vio a los dos uniformados entrando con la
motorizada. Sentado en la vieja mecedora que perteneció a su padre,
con palillo entre los dientes y en compañía del párroco, alzó
mirada avizorando aquellos mandados por orden de los que ni sabían
de nuestra existencia. Don Salvador, venía recitando el cataclismo
nacional desde hacía años, señalando a los de arriba cual
carroñeros dispuestos a seccionar gaznates. Aquel momento lo
esperaba, no le sorprendió, todo lo contrario.
El cura, orondo
desgraciado, si mostró desconcierto ante el cambio de régimen y no
por las consecuencias que podrían caer en los cansados lomos del
pueblo; el vago mercenario de ideario ideado para rendir capitales,
únicamente se preocupaba por su bienestar.
La ermita y los terrenos
traseros los escrituró a nombre de la iglesia, así como la casona
adyacente, sin comunicárselo a don Salvador... Cómo dije,
más que un hombre de Dios era un vulgar ladrón de guante blanco, y
su preocupación tenía mimbres, temía caer frente a la nueva
justicia. Esas que libertarias aparecen y terminan convirtiéndose en
villanas y viles, sin lugar a dudas.
—¿Es usted el
representante de la aldea?—En tono
casi inquisidor.
—Lo soy, muchacho; deje
que le presente a nuestro párroco, don Rafael; llegó hace
relativamente poco. Lo que tiene vivir en la cruenta adversidad,
cuando se atisba un rayo de bonanza, aparecen los oradores religiosos
y esos otros. Pero siéntense, estarán agotados del largo viaje, les
pondré un refresco casero, limonada; los limones son recién cogidos
del árbol. Pequeños lujos que nos proporciona esta humilde tierra.
—Es usted muy amable,
señor.
Así, con una limonada y
sentados a la sombra del porche de la casa de don Salvador, comenzó
el declive. Hasta entonces, pese a la dureza, la comunidad permaneció
en un dulce limbo, los vecinos se ayudaban unos a otros y los
idearios se reducían a mera subsistencia como el cuidado del ganado.
Los recién llegados no trajeron paz y cordialidad, nada de eso. Y la
situación mermó en locura alienada que no tardó demasiado en
sembrar el adoquinado de la plazoleta de sangre. La tragedia se
mascaba desembocando en el infierno sin llamas ni azufre, con balas,
odios y rencillas inoculadas por los foráneos, los enviados por
satanás para los creyentes; y simples espabilados armados para el
resto.