Nubes algodón moteando el cielo
agraciado, pues el sol dominaba en época baja debido a las temperaturas
regentes, cambiando la mala cara que llevaba mostrando durante toda la semana,
asolada por lluvia incesante y ráfagas eventuales de ventisca hielo. Puede que
eso le motivara para por fin hacer aquello que tanto le insistía su esposa,
limpiar el desván.
La vieja casa de su abuelo ubicada en
posición privilegiada allá en la plaza del pueblo, llevaba bajo atareada
reforma desde que la heredó, adecuando en primer lugar la zona habitable, el
jardín, las vallas de madera, hasta quedarse sin presupuesto y dejar el desván
en la cola de las cosas pendientes. Siendo aquella mañana de sol inesperado y
cielo casi despejado el momento perfecto.
Estrecha escalera que ascendía al
olvido naciendo a los pies de la habitación principal del primer piso, para
morir frente a puerta ancestral aún maqueada con pintura blanca, neutra, sin
brillo. Plantarse anverso a ella le trajo viejos recuerdos de cuando sólo era
un zagal jugueteando por la casa mientras los mayores tomaban café en el salón.
―Aún
recuerdo las pesadillas.―Musitó nervioso.
Agarró el pomo hojalata tuneado en
bronce brillante girando leve y empujando suave, abriendo las panzas anegadas
por muebles viejos, variopintas cajas y el horrendo baúl de tono verdoso que
descansaba donde siempre, en lo más profundo de aquella garganta de recuerdos.
Cinco pasos para llegar al epicentro
de la vida que fuera de sus ancestros, descubriendo los viejos cuadros que
pintaba su abuela, aficionada que bien pudo dedicarse profesionalmente con
aquellas trazas realistas que fotografiaba sobre el lienzo. El triciclo que
compartió con su hermano mayor anidado por telarañas densas, viejas, y una
larga ristra de objetos atados a su infancia. Sobre todo el maldito baúl de las
pesadillas que nunca se atrevió abrir por los cuentos funestos que le contaron,
tildados por horrendo monstruo psicópata dedicado a coleccionar almas, su
alimento…
―Tiempo…―Resonó en
la nada o al menos creyó escuchar.―Tiempo hace que no vienes a verme,
desde aquella tarde, ¿te acuerdas?
Pálido aun no huyendo despavorido
como haría cualquiera en su lugar, se acercó al verdoso a paso tímido para
acuclillarse observando el viejo candado que aseguraba sus adentros.
―Nunca
fuiste capaz de tomar en consideración, siempre vagaste por tus mundos
perfectos en el interfecto innato. No puedes olvidar lo inolvidable, tu
esencia, tu egoísmo, tu verdad…
―Nada de lo
que digas hará que caiga de nuevo en tus intenciones. Aquello fue un accidente,
un fatídico accidente.
―Tu bautismo, no puedes negar lo que eres. Tengo hambre, tengo sed, ayúdame, por
favor.
―Solo eres
imaginación, nada más. Conseguí silenciarte durante décadas.
―Tengo
hambre…
El viejo candado se abrió por arte de
magia dejando chasquido metálico que invadió el ambiente sin afectar en demasía
al cuarentón. Eco rotundo que murió aletargado en distancias cortas, casi
pegadas a su ánima imperturbable. Vieja canción de cuna que conocía desde sus
primeros albores y pretendió silenciar en el nuevo amanecer falaz.
― ¡Tengo
hambre!
― ¡Cállate
de una puta vez!
Se abrió repentino como si fuera boca
famélica esperando carnaza alimento sin sorprender al acuclillado que cambió
rotundo su gesto, inexpresivo, alejado del gentil caballero que se ofrecía para
ayudar a cualquiera, rezaba en el culto cada domingo junto a su familia en
primera fila, dedicaba varias horas a la semana al comedor social y participaba
en las diferentes actividades propuestas por el ayuntamiento. Era un ciudadano
ejemplar, un modelo a seguir, o una estafa bien urdida que todo el mundo creyó
a pies puntillas, tanto, que incluso él se convenció agarrado a esa postal
ilusoria para hacerla propia aun siendo impía.
―No
regresaré a las andadas.
―Nunca las
abandonaste.
―
¡¡¡Mientes!!!―Gritó enervado alertando a su mujer que limpiaba el
dormitorio principal.
― ¿Carlos,
estás bien?―A pies de la escalinata del destino.
La cutre puerta se cerró lentamente
ante la mirada de la fémina preocupada tras escuchar el alarido de su esposo. Subió
las escaleras sin mostrar ninguna sospecha para agarrar el pomo lacado de simplón
bronce, girando sin lograr vencer la extraña resistencia del metal ruinoso para
aporrear la puerta aterrizando en cierto alarmismo.
― ¡Carlos!
Cariño, ¿estás bien?
―Siempre
acuden, son inocentes víctimas de su propia confianza, tu hermano hizo lo propio
aquella tarde…―En tono siniestro brotó del viejo baúl.―Tengo
hambre, tengo hambre (…) ¡¡¡Tengo hambre!!!
― ¡Carlos!
¡Abre la puerta! ¡Carlos! ¡Carlos!
Cien kilómetros recorridos en un
instante, mil deseos vanos, las tremendas mermadas tras máscara que enseña
pretensión desmedida desde alma víctima de su verdugo (…) él mismo.
Sonaron los pasos del regreso que la
mujer escuchó aterrizando entre calmas, para ver como giraba el viejo pomo
abriéndose la abatible y descubrir a su marido con faz angelical aun con
sonrisa extravagante.
―Carlos:
¿estás bien? ¿Por qué gritas? ¿Qué te ha pasado?
Bajó leve su mirada al suelo
apartándose a un lado del marco para que su mujer pudiera ver los adentros del
desván, el baúl abierto en perfecta representación de su verdadera naturaleza,
su verdadero rostro, igual que descubriera su hermano mayor en su primer acto,
su prueba de fuego, su bautismo. Para invitarla a pasar con el pretexto de que
había encontrado una vieja reliquia familiar.
―Te encuentro
extraño, ¿de verdad que estás bien?
―Sí, mejor
que nunca. Puede que necesite un ligero tentempié, la barriga anda quejándose
desde hace milenios.―Bromeó insistiendo en que pasara.―Pero antes
de bajar me gustaría que vieses algo, es muy especial, creí que nunca jamás
volvería a verlo. Pero así de caprichoso es el destino. ¿Verdad?
No hay peor silencio que el absoluto,
sobre todo si no lo has experimentado antes. Sus efectos son inmediatos
cambiando gesto y congelando alma. Cosa que padeció de inmediato la atractiva
de cabello ébano cuando cerró su marido la puerta de la maldición, dejando de
nuevo ese tremendo eco metálico anunciador del último segundo en el mundo de
los vivos.
Él permanecía a sus espaldas mientras
ella ojeaba inquieta la escena del baúl que horrorizaba gracias a las múltiples
sombras…
― ¿Qué has
encontrado?―Dándose la vuelta, entre sudores repentinos, con nudo en
garganta, sospechando la verdad que dormía a su lado desde los desde.
―Mi
verdadero rostro.
Reinó de nuevo el delirio arrancando
vida de ser cercano, lento, en tortura interminable aun sin dejar marca alguna
en su perfecto cuerpo, igual que hiciera con su hermano, igual que hiciera con
sus padres, igual que hiciera con incontables adolescentes en el cobijo de la
noche (…) Alimentándose del padecimiento ajeno cual niño con juguete nuevo y
finiquitar su maligna obra precipitando el cuerpo de su esposa al vacío, a
través del viejo ventanuco por donde lanzó décadas atrás a su hermano.
―Esta vez
nos cogerán.
―Eso no nos
quita lo experimentado.―Aclaró la macabra voz procedente del
satánico cofre.―Tienes una salida para salir indemne.
Caminó hacia la ventana sin borrar
aquella sonrisa perversa, arrojándose al vacío al son que se cerraba el
fatídico verdoso, volviendo su candado al sitio para cerrarse por arte de
magia… La voz silencio a la espera de que otro desequilibrado se acercara a sus
dominios y le procurara nuevas almas, como hizo y hace desde los albores de la
humanidad.
® DadelhosPérez (LA RANURA DE LA PUERTA) 2016
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