Adela, solicitó permiso para visitar a
su buen amigo tras dejar la caja con sus pertenencias en su taquilla. Como no
podía ser de otra forma, la jefa de enfermeras no puso objeción al empatizar
con la treintañera relevándola durante el tiempo necesario, así mismo se lo
hizo saber con mirada rota, conmovida.
Desde que despertara el durmiente
fue testigo de la complicidad entre ambos, de sus paseos por el jardín del
hospital. Incluso llegó a fantasear con la posibilidad de que pudieran llegar a
algo de no ser por la avanzada edad del octogenario.
A diferencia del último piso, pese
a estar en aras de vorágine heterogénea, la barahúnda acrecentaba copiando
cualquier mercadillo o zoco a hora punta en la planta baja. Pacientes entrando
y saliendo, enfermeras exhaustas, colas en las máquinas dispensadoras e incluso
en los baños; al converger urgencias con las consultas externas en descarado
desbarajuste agobiante. Argumento utilizado por Andrea en sus discusiones absurdas de cada mañana, al padecer los
tormentos por cumplir jornada en el epicentro desastroso del mal organizado.
Amplia sala escoltada por
imponente acristalado en fachada y las múltiples puertas enfrentadas al filme
natura emitido por la pantalla trasparente, que moría en las correderas
automáticas del mismo porte cual entrada principal del centro. Y justo en los
bordes de la misma, regimiento de sillas de ruedas y alguna camilla
arrinconada, los guardias de seguridad debidamente uniformados, porte solemne,
con insignia identificativa que denotaba contrato basura. Puede que por eso
distaba tanto la pulcritud de sus vestimentas con el desolado gesto de los
esclavos modernos, como solía llamarlos Andrea
en la intimidad de la cafetería mañanera.
―Buenos días, Adela. ¿Qué haces por estos lares?―Le preocupó Remigio, segurata cincuentón con capacidad humana disparada, todo
un padrazo.― ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo?
De todos los activos del equipo de
servicio de vigilancia privado, el bueno de Remigio
era sin duda al que peor le quedaba el uniforme. Su prominente barriga
cervecera aun siendo abstemio convencido y exagerado sibarita; con la camisa
por fuera en clara evidencia de sus soledades digeridas allá en la cárcel del
apartamento divorcio, y un largo etcétera que dejaban a las claras que la
felicidad no es coleccionar deportivos, millones o peloteo confundido con
respeto. Prueba, la presencia del cercano a la jubilación que demostraba que la
ventura reside simplemente en gozar existencia obviando taras. Al menos es lo
que la muchacha pensó tras conocerle, testando el radiante estado de ánimo del
barrigón que jamás mermó.
―Voy a visitar un paciente que ha
recaído esta noche, un amigo, para ser sincera.
― ¿El de las tardes en el jardín?
―Sí, Andrés; el señor Andrés
Cárdenas.
― ¿Qué extraño? Pensaba que se
llamaba Remilgado López. Supongo que
mis oídos andan en horas bajas. Lamento que el viejo alegre se las vea negras,
me cae bien y tiene talento. Sobre todo cuando me contó ese fantástico cuento,
increíble, no me extraña que venda tantos libros, su imaginación no tiene
límites.
―Bueno. Está convencido de que se
llama Remilgado López desde que
despertó, de hecho, así lo llamo para que no se sienta extraño, esperanzada en
que fuera cuestión de semanas, hasta que recuperara la memoria, y al final se
quedó con ese nombre, al menos por mi parte. Me habitué a llamarlo así.
―Espero que se recupere, apagar
luces en este penumbroso mundo enfermo no es sumar, más bien resta. Y sin duda
ese hombrecillo cano es imponente estrella.
―Te lo agradezco, Remigio. Si te apetece, luego podemos
tomar café y charlar un rato. Te veo algo tristón.
― ¿Tristón? Tristón el gorrión que
no encuentra miga, niña. Soy un viejo sin cargas, solo la mochila de mi cuerpo
que carga lo importante, mi alma. Nada de aquí me llevaré al otro mundo, hay
que reír, hay que creer…
― ¿Creer?
Mostró sonrisa en su redondo
rostro anegado por taras medalla, por ojeras insomnio, barba de tres días junto
al repeinado hacia atrás de aquellos cuatro pelos resistiendo el desierto en
arrasada coronilla.
―Por supuesto creer en uno mismo.
No pienses que abrazo dogmas rechazando mi peculiar personalidad. Nadie se
parece a nadie aun siendo todos hermanos.
―Vaya, una nueva faceta, filósofo.
―Más bien asalariado con aires
ideológicos de ideas repentinas. Y no me malinterpretes, en mi universo todo
casa perfecto dentro de las fisuras que uno cree que existen, que pueda que
existan o se empecina para que existan. Pero al trasmitirlo, las formas desvían
ligeramente lo que se quiso decir a lo dicho. De ahí que sea vital saber
escuchar, filtrar, digerir e interpretar cada pequeñez por muy absurda que sea.
No sé si me expliqué bien, Adela. Al
fin y al cabo, solo soy un tipo uniformado que pasa doce horas diarias de
plantón.
―Eres todo ternura, Remigio. Te entendí a la perfección.
Luego charlamos.
―Espero que sea leve lo del
escritor, niña. Hasta ahora.
Unos cinco metros más adelante,
superadas las puertas de acceso y la recepción, una de tantas salas de espera
gobernada por varias máquinas de bebidas y comestibles a la izquierda, asientos
de plástico anaranjado fijados al piso en cinco perfectas hileras centrales,
encarados al enorme marcador electrónico que iba avisando del turno a los
pacientes carentes de paciencia, víctimas de lo inmediato. Y solitaria puerta
reservada para el personal, a la derecha; por donde se coló para evitar la
aglomeración del ascensor que descendía a los sótanos perversos, las salas de
cuidados intensivos y la morgue, sito en el corredor adyacente.
Bajar las angostas escaleras de
aluminio alejadas del porte adonis del resto hospitalario, resultó
desalentador. Todo aquel que descendía volvía con la tristeza enganchada al
alma y ese mal sabor de boca alentado por impotencia. Abajo y arriba domina la muerte, se decía cual habladuría entre los
trabajadores del centro sanitario.
Alcanzado destino, empujó la
abatible adentrándose en el pasillo silencio tanto como corto, sin lumbreras
por la naturaleza de su estado catatónico, iluminado por la artificial que
emanaba de las lámparas encastradas en el cielo raso de lisa talla. Paredes del
hueso color gemelo al resto del edificio aún más apagado, tristón por estar en
el territorio de la morgue, marcador de la Parca.
―Detesto bajar a las cavernas.―Musitó.
El cambio lo marcó la siguiente
puerta que presentaba las diferentes salas especiales de cuidados intensivos.
Mero tránsito que no dejaba de lado la tragedia, tanto como al imbécil asignado
por mala pata, tormento. El pesado drogodependiente y adicto a todo lo que crea
adicción, Carlos, que quemaba horario
en aquellas dependencias y no tardó en atisbar a la dulce treintañera cruzando
el largo corredor a paso firme.
― ¡Hombre! ¿Mira a quien tenemos
aquí? Es un enorme placer volver a contemplar tu carita, tus curvas, ese
encanto a cada contoneo.―Arrimándola hacia él descarado.―Aun espero saborearte
pleno, Adela. Conozco un rinconcito
donde podríamos alcanzar un par de orgasmos antes del almuerzo. Me muero por
colarme en tus carnes.
―Eres deleznable Carlos. De entrada suéltame y mide bien
tus comentarios. No querrás enfrentarte de nuevo al juez, ¿verdad? Déjame
tranquila, es mi última advertencia.
De entre nutrido grupo de
especialistas que dialogaba a pocos metros, una doctora advirtió el pequeño altercado
acercándose a los irreconciliables enemigos que llegaron a pleitos tras la
sonada agresión, la misma que figuró en el periódico local y manchó la
reputación del hospital. Quedando libre y sin cargos el agresor no por gusto de
la afectada.
La médica, consciente, se plantó
entre ambos mirando desafiante al enfermero de pelo rizado y destello delirio,
provocando con su quehacer que soltara a la treintañera aun sin abandonar su
fanfarronería machista. Lo podrido es simplemente podrido se mire por donde se
mire.
―Usted dirá, doctora.
―Te sientes intocable por la
posición de tu padre pero sólo eres un niñato, saco roto incapaz de empatizar,
de evolucionar, avanzar…
―Me encantan los celos. Me ponen,
para ser más conciso. Puede que me pierda entre sus pieles en el rincón que
ambos conocemos bien.―Oliendo el cuello de la profesional que retrocedió
asqueada.―La última vez no estuvo mal, pero seguro que sabe hacerlo mejor.
Cierto extraño obró claro en los
ojos enfermos del hijo predilecto, así lo apodaron entre bambalinas cuando se
quitó la careta amabilidad apenas superadas un par de semanas en su puesto,
para mostrar intenciones enrevesadas que al principio aparentaban simple
cortejo de jovenzuelo algo descarado. La noche viene siempre de manos del crepúsculo,
ese asesino que raja el gaznate de la luz otorgando oscuridad. Y Adela conocía de primera mano cómo se
las gastaba Carlos, el crepúsculo de
carne y hueso dominado por los más bajos instintos. Un auténtico animal.
Por suerte, del grupo de doctores
se despegó el más veterano al avizorar lo que su colega advirtió antes,
caminando enérgico hasta el epicentro para saludar a Adela, mero pretexto que desmontó el teatrillo sin evitar mirada depredadora
del déspota. Sacándola de allí tras agarrar de forma patriarcal el brazo de la
joven al mismo tiempo que saludaba con gesto a su colega, que nada tardó en
evaporarse de allí regresando con el nutrido grupo de colegas.
―Adela, puede que su presencia sirva de algo. Está en la habitación 66, la acompañaré.
―No hace falta, doctor. Si no le
importa, prefiero hacer esto sola.― Alejándose varios pasos para
regresar.―Gracias, ese tipo cada vez muestra más resentimiento.
―No se preocupe, joven. Pero
debería informar a la policía. Esto no suele tener un final feliz, es usted o
él.
“Ahora sé que la oscuridad es incompleta, siempre existe destello que la
rompe, gélido que la exagera o candor, falso abrazo que confunde para
revigorizar llamas devorando lo poco que quedó. Sobre todo al despertar de
nuevo.
Reconozco esos agudos pitidos, el olor sintético del hospital, los
muchos que van y vienen sin percatarse de mi estado, el auténtico, el
terrorífico cual Armagedón que cambiará la existencia en parca centésima.
Reaccionan primero los ojos, fantástica sensación dolor que anuncia
la evidencia de que todavía existo en redundo necesario. Luego las manos,
ligeros movimientos cual tics entrecortados hasta que comienza a molestar el
dichoso tubo de mi garganta cuando recupero toda la movilidad. Estoy aquí aunque todavía
no puedes verme.”
Giró a la derecha tras cruzar el
pasillo tropezando con la habitación 66 al unísono de sospechoso desasosiego.
La puerta permanecía cerrada y la única manera de acceder, llamar al timbre y
esperar respuesta.
Aquel habitáculo se concibió para
alguna rareza, es lo que pensaba todo el mundo que sabía de ella, pues muchos
de los trabajadores ignoraban de su existencia. Así siguió el protocolo,
invadida por preocupación aun sin cuestionar fábula.
“No queda otra, agarro el plástico y lo arranco de mis adentros sin
poder evitar leve vómito, dejando imprenta desastre en las impolutas sábanas.
Otra prueba irrefutable de que estoy en el plano realidad. Todo parece seguir
los cauces designios.”
Tras breve, sonaron los cánticos
cerrojo abriendo sin más. Un jovencísimo enfermero sonrió asintiendo leve y sin
pronunciar palabra, simplemente la dejó entrar.
―Vengo a visitar al señor Cárdenas.
―Lo sé, señorita. La estamos
esperando.―Sin borrar sonrisa que comenzara a destilar cierta incomodidad.―El
señor Cárdenas está en la cápsula 6,
observación. Una macabra coincidencia para los creyentes, ya sabe; puerta 66,
cápsula 6… 666, el número de la bestia.
Caminaba encorvado, denotando
evidente cojera y extraño respirar, agitado en ocasiones y casi imperceptible
al siguiente. Junto a las ropas oficiosas, la mugre de su cabello castaño
claro, de sus uñas espanto o las botas camperas que calzaba, atípicas… Estaba
segura que algo no cuajaba, de nuevo amarga sensación que enseña llama
esperanza en el centro del abismo, con la única intención de adentrarte llevado
por señuelo. Por la única y enclenque luz engullida en el vasto reinante del
todo, la oscuridad. Viejo truco; mientras atiendes a la débil llama no
adviertes el gélido entorno. Jaque al rey. Y desfallece la luminaria bajo
simple soplo haciendo lo propio la víctima… Jaque mate.
Aunque lo más extraño no fue el
extravagante zagal, en cada “cápsula”,
como las llamaba el hueso pellejo, permanecían pacientes sumidos en lo que
parecía profundo estado comatoso, gente que debería estar bajo los cuidados de
su planta, la quinta. Sumando la infinidad de maquinaria y cableado, cristal
ejerciendo de tabique, la falta de iluminación; en vez de sala hospitalaria
daba la sensación de futurista nave espacial o el laboratorio confección de Frankenstein.
Todos los pacientes tenían la
cabeza afeitada y presentaban horrendas heridas; cortes en sus rostros, pecho,
brazos, quemazones en cualquier fragmento de piel visible. Más que dormidos,
parecían agonizar a la espera de la que nunca espera, manteniendo sus
constantes vitales la milagrosa máquina… Locura, quizás pesadilla.
El piso impoluto en cualquier
recodo del hospital allí mostraba dejadez, papeles por rincones, manchas e
incluso alguna que otra colilla junto a lo que parecían entradas, billetes de
metro o autobús, vete tú a saber. Se pellizcó convencida de seguir roncando en
el retrete con la caja a sus pies, la hoja poema entre sus manos y el extraño
reflejo monstruoso observándola acuclillado, enfrente. A pocos centímetros de
su cara. Mofándose.
―Supongo que nunca visitó estas
instalaciones, muy pocos han entrado, señorita. Suele causar diferentes efectos
en los primerizos. Gracias a la providencia, ando acostumbrado por mi dilatada
trayectoria entre estas cuatro paredes.―Siempre en tono enigmático, caminando
algo adelantado a ella.―Aquí están los pacientes más graves, aquellos que
sucumbieron en el puente, aquel maravilloso mediodía marcado en el calendario y
subrayado en negra negrita. El gran acontecimiento, el pistoletazo de salida. Aunque
yo prefiero llamarlo… la resurrección.
― ¿Qué?
“Y una vez reincorporado, muerto quien fuera para ser quien
siempre fui. Queda alcanzar la meta, Madre.”
Aceleró el paso dejando atrás a la
muchacha que nada tardó en posar su diestra sobre el hombro del extraño, con la
intención de dilucidar sus palabras, puede que harta de toda aquella
surrealista escena. Pero al tocarlo, las ropas cayeron al suelo mugre sin más,
evidenciando pesadilla o afianzando locura, cualquier cosa que no case con la
cordura que guía el despierto, vale, de ser así…
― ¡Mierda!
―Hola, pequeña cabrona.― Desde
atrás.
“Alcanzar alma, torturar envoltorio, hacer que huya de sí misma para
tenerla a merced, culminar meta, aniquilar a Madre y desencadenar el imperio de
los Oscuros. ¿Quién me puede detener? Invisible, imperceptible, increíble por
estar abocada mi presencia a mera fantasía infantil… Bienvenida a la nueva era,
bienvenida a tu particular infierno, recipiente.”
Aliento polar chocó en su piel
congelando alma, empedrada de nuevo, volviendo a pellizcar mano para sentir
algo más que pavor. ¿Estaba despierta?, puede que anduviera despabilada en
sueño profundo; puede que no lo fuera aun perdida en divagaciones con ojos
plato, pulmones en funcionamiento, corazón acelerado y gélido sudor invadiendo
cada milímetro de piel, del coleto, de su alma… Hasta apreciar la mano
diabólica posando en su hombro izquierdo sin sentir calor tacto, agarró sus
ropas levantándola en volandas, rajándose la tela para liberarse por capricho…
Zanqueó rápida y torpe apenas cinco pasos despavoridos que la condujeron a la
pared… no hay más salida que la entrada por donde entraste… Dime; ¿qué vas
hacer ahora?
―No hay más salida que la
entrada.―Así cuaja el desconcierto, frente a certezas.― ¡Dios santo! Nunca
desperté, ¿verdad? Estoy atrapada en sueño reiterado, copiando a los comatosos
que cuido desde siempre… No, no…No puede ser.
Cárdenas, mostró su
nuevo porte cuando ella lo buscó abatida, resignada frente a lo que parecía el
final. Enorme alzada que superaba los dos metros, cabello largo, cano y tez
impoluta, sin las viejas taras monstruosas, alejado de la imagen diabólica aun
con enlutada vestimenta y sus botas camperas.
Caminó relajado, eco seco diera
paso en retumbe inciso cual aguja hiriendo en el desespero de la dama, aun
sumido en silencios que todo decían sin necesidad de palabras, para alcanzar el
marco de la última donde supuestamente permanecía Remilgado. Tambaleó sus dedos sobre la metálica para ergo, apoyar
espalda en la pared sin dejar de canturrear viejo éxito de los cuarenta, sin
apartar mirada de la que vagaba peligrosamente hacia la locura, de bruces
contra el muro realidad.
Recogió su largo cabello
silenciando momentáneo, dando esos segundos tensos del sordo gritón, para
cruzar los brazos con la tranquilidad exhibida por depredador saciado frente a
presa perdida, indefensa.
― ¿Qué me está ocurriendo?―Le
preguntó la gacela al león.
―Buscas afuera lo que está dentro,
putilla. Tus juegos, tus besos, tus falsas promesas, tu traición. Lo bueno
anhelado desde la más despiadada maldad. Eres un recipiente perfecto aunque
todavía queda pulir un poco, hacer sitio, poca cosa.―Abriendo la puerta de la
sala 6.―Es curioso, donde habita el tormento siempre existe una puerta. Juego
para inteligencias engarrotadas, querida. Tanto el pavor como el amor causan
ese efecto. Esta es tu entrada al mundo que habitas, que llevas poblando desde
el primer recuerdo que eres capaz de invocar. Entrar, es descubrir nuevos
interrogantes. Negarte, bueno; supongo que no consideras descubrir hasta donde
pueden llevarte mis caricias, ¿verdad?
Del interior irradiaban destellos
entre azulados y blanquecinos, proyectando distintas sombras nada amenazantes.
Dibujando bondades en apariencia tras percibir quietud completa que la empujaba
a colarse en aquella diferente que la diferenció, que la diferenciaba del
resto. Recorriendo sus adentros ese sentimiento innato heredado de la infancia…
el hogar, la familia, seguridad y divertimento, donde siempre se sintió a
salvo. Ensalada que mal casaba con las brumas del fatídico día, sin saber a
ciencia exacta que carajo la condujo hasta el desequilibrio. Qué diantres le
esperaba en el otro lado de la puerta.
Tranco primero resultó trago duda,
rompiendo el segundo en aras de renacida esperanza hasta alcanzar el tercero,
que la dotó de esencias paraíso despojándola de miedo, frío,
necesidades…
―Bienvenida, niña.―Apostilló
cerrando la puerta, dejándola sola.
La intensidad de aquella apacible
la deslumbró de tal manera que no era capaz de percibir nada, hasta que
menguara la poderosa, lenta, cual cortina o telón que abre enseñando el cuidado
escenario.
Pared azulejo enano en blanco
cuadriculado y piso terrazo pálido gris, al igual que el horizonte. Volaba por
sensaciones placenteras pese a observar celda que le resultaba horriblemente
próxima, anexa por motivo insospechado. Y miró el resto.
Varias camas pegadas a la pared
con divisorias tela, simples cortinas, hilaban a la derecha en el rectangular
habitáculo alcanzando las entrañas, de donde distinguió lumbrera conquistada
por los rayos del poderoso astro. El ambiente relajado, en calma gracias a la
musiquilla del hilo que sonaba a través de varios altavoces estratégicamente
colocados. Y aquel inconfundible aroma que recordaba aun sin saber a ciencia
cierta a qué. De todas, se sintió como en casa sin porqués, mártir de sus
sentimientos convergiendo en evoco que no le pertenecía. Al menos, eso creyó.
Varios cuadros con imágenes
religiosas y crucifijos presidiendo el alto de cada cabezal cama, donde
reposaban diferentes personas con gesto sosegado, dormidos, en aras de sueños
algodón a juzgar por las idénticas estampas que presentaban todos dentro de la
evidente diferencia entre ellos.
En el primer lecho, una niña de
apenas diez años, cabello noche y tez inocencia, con tierno oso de peluche
roncando junto a su cabecita; que con toda seguridad colocó desde incondicional
amor su madre, enfrentada a la tortura de ver desvanecer a su niña. Parecía una
muñeca de porcelana por la belleza incuestionable que no cuestionó, quedando
atrapada en bonanzas que realzaban su humanidad en lo que a todas luces era el
paraíso, confundía con el etéreo prometido por tantas religiones pululando por
el caótico mundo enquistado. Ese otro alejado del emperador.
―Sí, creo.―Contestó al terrorífico
que quedó fuera del hermoso habitáculo sonriendo malicioso, gozando del
momento.
Fue visitando a cada residente
fascinada por la paz que todos rezumaban en su descanso hasta alcanzar la
última cama, la más cercana al ventanal, donde aletargaba cuerpo envenado por
completo a excepción de sus ojos. Y sobre el cabezal, diferencia por la
ausencia de simbolismos religiosos, sólo la cama, mesilla y la máquina
emitiendo sonido reconocido, entrecortado e insistente.
― ¿Qué te pasó? ¿Un accidente de
tráfico?
Agarró el soltero taburete que
descansaba en el olvido, a los pies del lecho, para acomodarse al lado del
desconocido que respiraba gracias a la ayuda mecánica. Varios tubos descendían
de los goteros cual venas sucedáneo que alimentaban las auténticas en su
descenso ralentizado, hasta la abertura provocada por diferentes agujas
insertadas en la contra palma del convaleciente.
Las dulzonas del hilo musical
descendieron varios tonos ante el sobrecogimiento de la apenada muchacha, que
en ningún momento abandonó plenitud en extraña contradicción, sumida en postiza
paz inexplicable.
Entonces, copiando las ya
sufridas, un ruido interrumpió su comulga. Miró hacia las cortinas divisorias
sin prestar demasiada atención a la rareza auditiva, ese primer acto antes de
que entrase de lleno el desconcierto como ocurriera en el baño del quinto, en
la entrada a la habitación 66.
Cuando regresó atención al rostro
venda, fijándose en aquellos ojos con las persianas echadas, se percató de la
gravedad que sufría, quemaduras…
“Dale alpiste y creerá en aquello que quieras, la condición del alma
reviste influenciada por la experiencia carne. Guerra sanguinolenta, ánima
abatida. Es tan fácil burlada la barrera que me atrapaba en el asqueroso bosque
presidio, con los guardianes, el Maestro y Madre.”
Tornó el ruido como si cayera
cualquier objeto en las inmediaciones de la entrada, luego silencio roto por el
tema musical, éxito sonoro de los cuarenta, para percibir correteo leve
acercándose a ella, similar al galopar de cachorro can en pleno juego.
Se levantó enrarecida al no poder
despojarse del plácido sentimiento en confrontación interna, era como si su
alma impidiera al miedo resurgir para avisar del inminente peligro.
Tras pirueta quimérica se plantó a
los pies de la cama el imposible de imposibles, con brazos en jarra, sacando
pecho arrogante y cabeza algo ladeada en su porte chulesco. Solo le faltaba
rojiza capa y el inconfundible sello con la archiconocida letra. Claro está,
sonando los acordes del Superhéroe de cómic y pantalla.
―Con esto, confirmo que ando
dormida sin ninguna duda. Aunque confieso que es tierno de ver, tanto como
inaudito.
―No hay tiempo.―Voz ridícula en
tono pito.
Se trataba del oso de peluche que
dormitaba junto a la pequeña, ilusión sin dudas ni terrores a todas luces, si
es que le quedaba alguna, frente al despropósito infantil del sueño que al
menos dejó de ser pesadilla.
No pudo evitar alargar su derecha
para tocar le barriga azabache del peluche vida, alucinada por la versión
macarra de los osos amorosos, a la par que el muñeco mal miraba su quehacer,
nervioso, inquieto por algún motivo.
―No hay tiempo, ya te
explicaré.―Agarrando la mano de la enfermera para empujarla violento hacia el
cuerpo envenado donde se fusionó.
En la puerta, apoyado en la pared,
esperaba el momento justo para iniciar su obra magna siguiendo a pies puntillas
el guion. Cárdenas, presintió el
desvanecimiento de la muchacha, sonriente, convencido del éxito. Para avanzar
hacia la salida de la imaginaria habitación 66 con intención intacta y objetivo
al alcance.